El gobierno alimentaba con
carbón una hoguera por la que habían desfilado sumisos inmigrantes, transportistas
caprichosos, liberados perezosos, médicos acomodados, vagos profesores y
maestros, funcionarios vividores, curritos derrochones… mientras el resto de la
población aplaudía complaciente cada uno de los nuevos incinerados, sin
percibir que en la plaza quedaban menos personas, mientras el cielo acogía a un
número mayor de caprichosas cenizas levitando sin rumbo fijo.
Y ahora, paradójicamente, les
tocaba el turno a los que con sudor, pico y pala extraían tan fogoso mineral y obstinados
se negaban a morir abrasados por las llamas. Mientras los demás, mermada
muchedumbre, se preguntaban como seguiría el espectáculo cuando no quedaran
mineros. “Seguramente la hoguera caerá en desuso”, opinaban unos; “yo prefiero
la guillotina” bramaban otros; mientras los más convencidos, superponían su voz
a la del resto para sentenciar “siendo español, lo mejor es que vuelva el
garrote vil”.
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