No es la mano de Dios la que hace
girar el reloj de arena del mundo sino el empuje esforzado de millones de
brazos y mentes, la aplicación de la suma de fuerzas sobre un punto preciso.
No es la mano invisible del mercado
la que coloca cabezabajo al hombre, la que lo agita y lo estruja hasta vaciarlo
por entero, sino una agrupación de ambiciones y poderes, hilos visibles si se
quiere y se sabe dónde mirar.
No es la mano del gobernante la que
lanza a las fieras sino el pueblo que no sabe adiestrarlas a su antojo, el que
olvida retener para sí la llave de la jaula del gobernante.
Casi en el centro de la tierra, a
pico y barrena, está escrito el primer mandamiento: «Invirtamos el reloj».
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